En su inestabilidad constante se marchó a Italia. Volvió con una camisa manchada de sangre y puntos en la frente. Yo la veía tumbada en la cama y esa camisa manchada en el suelo. La miraba de lejos y no recuerdo acercarme mucho.
Se volvió a ir. Está vez puso un océano por medio. Llamaba, pero yo no era ni soy de teléfonos. A lo mejor no lo soy porque entonces no lo era. Venía una vez cada 3 semanas o cada mes y medio. Yo la veía tumbada en la cama cada mañana y le ofrecía el desayuno.
Pero se volvía a marchar.
Se ganaba mi sonrisa con juguetes extranjeros, pero no se daba cuenta de que cuando yo más sonreía era cuando nos íbamos en bicicleta o en patines a pasear.
Fui creciendo. Desaparecieron los juguetes - dejé de ser materialista. Fui creciendo y no volvía y sus palabras eran desconocidas a través de la línea.
Fui creciendo y volvió definitivamente para quedarse deseando volverse a ir. Yo me mantenía distante, le escribía versos de vez en cuando, me evadía de letras para olvidar que no la conocía.
Opté por conocerla un día. Le lloré, lloró conmigo. Me habló de sus heridas, le mostré las mías. Me confesó su soledad, le dí mi mano en confianza. Parecía sincera cuando decía que iba a cambiar.
Me creí su discurso disfrazado. Confié en ella. Creí en ella.
Pero me volvió a fallar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario